jueves, 2 de diciembre de 2010

La iniciación - CONTROL DE LOS PENSAMIENTOS Y DE LOS SENTIMIENTOS






   Si se busca el acceso a la ciencia oculta de la manera descrita en los capítulos precedentes, es absolutamente necesario fortificarse durante el curso del trabajo mediante un pensamiento particularmente estimulante.  Es preciso tener continuamente en la mente la idea de que se pueden realizar progresos muy serios sin que tales progresos sean visibles precisamente bajo la forma que se esperaba.  Si no se tiene en cuenta este hecho,  se corre un alto riesgo de perder la paciencia y abandonar, al cabo de poco tiempo, todo tipo de tentativa.  Las fuerzas y las facultades que se trata de desarrollar son el los comienzos de una naturaleza muy delicada y su esencia difiere completamente de todo cuanto el hombre se ha podido representar con anterioridad.  Hasta aquí, él no conocía más que el contacto con el mundo físico.  Las realidades del espíritu y del alma escapaban a su mirada como escapaban a sus conceptos.  No hay pues nada de asombroso en el hecho de que no se advierta inmediatamente la presencia de las fuerzas espirituales y psíquicas que han hecho su aparición en él.
   Hay un gran riesgo de error para el que penetre en el sendero sin tener en cuenta el cúmulo de experiencias amontonadas por investigadores expertos.  Un ocultista constata los progresos experimentados por el discípulo mucho tiempo antes de que el propio interesado tenga conciencia plena de ellos.  El sabe de qué manera se forma el ojo del espíritu en su delicada estructura, antes de que el discípulo sepa nada de ello.  Una de las partes más importantes de las indicaciones que da consiste precisamente en expresar las reglas que permiten al estudiante no perder la confianza, la paciencia y la tenacidad, antes de haber obtenido el conocimiento.  A decir verdad, el maestro no puede dar nada al alumno, si éste no lo posee ya, ni siquiera de una manera escondida, latente.  En realidad, no se le puede conducir más que hacia el despertar de las facultades que yacen en él como dormidas.  Pero la descripción del camino a través del cuál él mismo ha pasado ya puede servir de apoyo a quien quiera ir desde la oscuridad a la luz.
   Se da el caso de muchos que abandonan el sendero de la ciencia oculta después de poco tiempo, porque sus progresos no le parecen al principio lo suficientemente notables.  E inclusive cuando sobrevienen las primeras experiencias superiores de las que el alumno tiene conciencia, a menudo considera ilusiones, porque se había imaginado que era una cosa completamente distinta la que debía sentir.  Entonces se desanima, bien porque considera estas primeras experiencias como carentes de valor, o porque las encuentra demasiado pequeñas, insignificantes, como para que le conduzcan pronto a un resultado serio.
   Ahora bien, el ánimo y la confianza en sí son dos luces que no se deben dejar extinguir en ningún momento cuando se transita el sendero del ocultismo.  Si no se es capaz de repetir con paciencia y sin cansarse un ejercicio en el que se ha fracasado un incalculable número de veces, no se irá muy lejos.
   Mucho antes de que se pueda tener una percepción neta de los progresos realizados, un confuso sentimiento advierte de que se está sobre el buen camino.  Pues bien, hay que cultivar, alimentar este sentimiento porque se puede convertir en una segura guía.
   Ante todo importa extirpar es sí la superstición de que se puede acceder al conocimiento superior con la ayuda de procedimientos extraños y misteriosos.  Por el contrario, hay que tener bien claro que se pueden tener, que se pueden tomar como punto de partida los sentimientos y los pensamientos de la vida cotidiana, sólo que imprimiéndoles una nueva dirección.  Cada uno puede decirse: en la esfera de mis sentimientos personales y de mis ideas se encuentran escondidos los más augustos misterios; pero hasta aquí no los he logrado percibir.
   El problema reside pues finalmente en esto: el hombre lleva consigo por todas partes su cuerpo, su alma y su espíritu, pero no es consciente más que de su cuerpo, y no de su alma ni de su espíritu.  Por el contrario, el ocultista llega a ser tan consciente de su alma y de su espíritu como el hombre normal lo es de su cuerpo.
   Es por esto por lo que resulta tan importante orientar los sentimientos y los pensamientos en la buena dirección.  Entonces se desarrollará en la vida ordinaria la facultad de percibir las cosas invisibles.  Nosotros vamos a dar aquí uno de los medios de lograrlo.  Se trata de un método de extremada sencillez, como casi todos los que hemos descrito hasta el momento, pero produce los más grandes efectos cuando se le pone en práctica con continuidad y se le sabe acompañar de las disposiciones interiores necesarias.
   Póngase delante de sí una pequeña semilla.  Entonces se trata de hacer nacer con intensidad en uno mismo, en presencia de aquel minúsculo objeto, todos cuantos sentimientos se puedan relacionar con él y, a través de estos pensamientos, despertar ciertos sentimientos.
   Antes que nada, hay que darse cuenta con mucha claridad, con absoluta nitidez, lo que perciben los ojos.  Hágase después una buena descripción de la forma, el color y de todas las demás características de la semilla.  A continuación, reflexione sobre esto: si esta semilla se introduce en la tierra, de ella nacerá una planta muy compleja.  Represéntese uno esta planta con el mayor número de detalles posibles.  Evóquesela en la imaginación.  Y dígase uno a sí mismo entonces: lo que yo evoco actualmente en mi imaginación, las fuerzas de la tierra y de la luz lo van a hacer surgir con plena realidad, algún día, del seno de este grano; si lo que yo tuviese delante de mi fuese una imitación artificial del grano de semilla, que lo reprodujese con tanta exactitud que mis ojos no fuesen capaces de distinguirlo del verdadero, de hecho no existirá ninguna fuerza, ni en la tierra ni el la luz, que fuese capaz de hacer surgir de ella una planta.
   Cáptese muy claramente este pensamiento, vívaselo en sí mismo, y se llegará a ser capaz de concebir lo que sigue añadiéndole el sentimiento apropiado.
   Hay que decirse lo siguiente: en este grano reposa ya, aunque de una manera oculta, toda la planta en potencia, absolutamente todo el organismo que de ella surgirá más tarde.  Esta fuerza no reside en la imitación de grano de semilla.  Sin embargo, ante mis ojos, los dos resultan idénticos.  En el grano real existe pues algo de invisible que no se encuentra en el objeto artificial.  Pues bien, es sobre este algo invisible sobre lo que hay que dirigir ahora los pensamientos y los sentimientos. *
   Represéntense ustedes bien esto: es este algo invisible lo que, más tarde, se transformará en la planta visible que yo podré contemplar en su forma y su color.  Y tengan presente este pensamiento “lo invisible se convertirá en visible”.  Si yo no fuera capaz de pensar lo que no será visible sino más tarde no podría dárseme a conocer desde ahora mismo.
   Pero hay que precisar muy bien un punto: lo que se piensa debe ser intensamente sentido.  En medio de una auténtica calma, sin dejarse distraer por ningún otro pensamiento, se vive en uno mismo lo que acabamos de  describir; y hay que darse el tiempo necesario por ligar los pensamientos y el sentimiento, a fin de que ellos dejen en el alma una profunda huella.  Si se consigue de la forma conveniente, se llegará, después de un cierto tiempo, quizá solamente después de una gran cantidad de intentos, a tomar conciencia de una fuerza, una fuerza que propiciará una visión nueva de las cosas: la semilla aparecerá como situada en el centro de una ligera nube luminosa.  A esta nube, se la puede sentir, de un modo sensorial y espiritual, como una especie de llama.  Lo que se siente ante el centro de esta llama es lo mismo que se siente delante del color lila—malva, en tanto que el borde evoca la impresión que suele comunicar un color azulado.  Entonces aparece lo que nunca se ha visto antes, pero que es lo que ha hecho nacer la fuerza del pensamiento y de los sentimientos despiertos en nosotros por la meditación.  Una cosa, invisible para los sentidos físicos y que, en su estado de planta, no debería aparecer sino más tarde, se nos revela en el presente espiritualmente visible.
   Es evidente que la mayoría de las personas considerarán este tipo de revelaciones como una pura ilusión.  Muchas de estas personas se preguntarán: ¿qué significan estas visiones, estos fantasmas?  Y más de uno se desanimará y no proseguirá transitando el sendero.  La dificultad mayor está justamente en atravesar estas etapas tan arduas de la evolución humana sin confundir la imaginación con la realidad espiritual, y en encontrar además el valor necesario para continuar la marcha hacia delante sin temores ni aprehensiones.
   Por otra parte, es preciso no dejar un solo instante de reforzar el buen sentido, esa capacidad tan importante que es la que faculta para distinguir la verdad de la ilusión.
   Durante todos estos ejercicios, hay que tener cuidado de no perder, ni un solo instante, el pleno dominio consciente de uno mismo.  Se debe pensar con tanta seguridad como si se tratara de las cosas y de los acontecimientos de la vida cotidiana.  Porque sería verdaderamente lamentable que se cayera en un estado próximo a la alucinación.  Las ideas deben permanecer claras, por no decir frías, y esto, además, sin el menor desfallecimiento.  Si estos ejercicios llegaran a hacer perder el equilibrio interior de tal manera que impidiesen juzgar sana y claramente las cosas y los acontecimientos de la vida ordinaria, como se venía haciendo hasta ese momento, ello significaría un gran fallo.  El discípulo debe en tal caso examinarse a sí mismo concienzudamente, para verificar si este equilibrio permanece intacto y si él sigue siendo él mismo en el seno de las condiciones en que vive.  Una calma inconmovible, un claro sentido de todas las cosas y acontecimientos: he aquí lo que hay que saber conservar.  Por otra parte, hay que tener mucho cuidado de no dejarse arrastrar a ningún tipo de vagabundeo de las ideas y no entregarse al primer ejercicio que a uno se le ocurra.  Las directrices que hemos dado aquí respecto a la mejor forma de llevar a cabo la meditación han sido experimentadas y practicadas desde la más remota antigüedad en las escuelas de ocultismo, y éstas y solo éstas son las que nosotros comunicamos.  Por tanto, nada de improvisaciones ni de iniciativas personales.  Quien quiera aplicar métodos de otra naturaleza, forjarse para sí mismo su propia manera de hacer las cosas o tomar de este o aquel libro, de noticias fragmentarias que le llegan al azar, quien haga esto, caerá fatalmente en el error y no tardará en dejarse arrastrar por divagaciones sin fin.
   El ejercicio que acabamos de describir tiene que ser completado por otro.
   Se trata de ponerse delante de una planta en estado de pleno desarrollo y penetrarse del pensamiento de que llegará un día en que esa planta perecerá; de que eso que yo veo ahora tan plenamente delante de mí un día ya no existirá.  Pese a esto, esa planta habrá madurado en sí semillas capaces de dar vida a otras plantas nuevas.
   Heme aquí pues llegado de nuevo a la constatación de que, en el seno de todo cuanto veo, existe algo que yo no veo, algo oculto que no se hace presente a mis sentidos.
   Yo lleno mi espíritu con el pensamiento de que esta planta, con su forma y sus colores, morirá un día; pero la representación intensa que ella lleva consigo de un germen de futuro me enseña que no desaparecerá absolutamente en la nada.  Lo que la preserva del aniquilamiento total escapa por completo a mi visión como anteriormente escapaba la planta que existe en potencia en la semilla.  Hay pues en esta planta algo que yo no veo con mis ojos.  Si yo hago vivir en mí este pensamiento, uniéndolo al sentimiento que le corresponde, después de un cierto tiempo se desarrollará en mí una fuerza que provocará un nuevo modo de visión.  Veré entonces cómo sale de la planta una especie de forma espiritual semejante a una llama.  Pero esta llama es naturalmente más grande que la que hemos descrito con anterioridad; puede dar una impresión semejante a  la del azul verdoso en su parte media y al rojo amarillento en sus bordes exteriores.
   Subrayemos aquí expresamente que no se ven estos que hemos llamado colores de la misma manera que los ojos físicos ven los colores de las cosas; lo que queremos decir es que la percepción espiritual comunica una impresión análoga a la que se siente ante un color físico.  En este orden de ideas, tener la percepción espiritual del “azul” significa lo siguiente: sentir una impresión análoga a la que el color azul transmite por mediación del ojo físico.  Hay que tener mucho cuidado con esto, si se quiere realmente llegar a conseguir un progreso en la percepción espiritual.  En otro caso, no se alcanza de lo espiritual más que una repetición del fenómeno físico, lo que puede llegar a proporcionar decepciones verdaderamente amargas.
   Si se llega a adquirir esta facultad de ver en espíritu, se habrá dado un gran paso hacia delante, porque las cosas se revelan entonces, no sólo en su existencia presente, sino en sus fases de crecimiento y de decadencia.
   Se comienza a ver por todas partes el espíritu, de que los sentidos físicos no pueden saber nada.  Se cumplen los primeros pasos hacia la contemplación de un misterio: el misterio del nacimiento y de la muerte.  Para los sentidos exteriores, los seres aparecen con el nacimiento y desaparecen con la muerte.  Si esto es así, es porque los sentidos no saben percibir el espíritu oculto de los seres.  Para el espíritu, el nacimiento y la muerte no son más que una metamorfosis, como la floración que, a partir del capullo, hace surgir la flor, es igualmente una metamorfosis que se opera ante nuestros ojos.  Pero si se quiere penetrar por sí mismo en la esencia que se transforma, hay que trabajar en el despertar de los sentidos superiores mediante el método que hemos indicado.
   Con ideas de soslayar enseguida otra objeción que se nos podría hacer por parte de personas dotadas de alguna experiencia psíquica añadamos todavía lo siguiente: no se puede negar que existen caminos más cortos y más sencillos, ni, por otra parte, que existen personas que, por sí mismas, adquieren el sentido del crecimiento y la decadencia, del nacimiento y de la muerte, sin necesidad de haber practicado ninguno de los ejercicios que acabamos de describir.  Hay en efecto, seres humanos que poseen naturalmente disposiciones y facultades psíquicas muy notables, personas a las que les basta un ligero impulso para desarrollarse espiritualmente.  Pero, hay que decirlo; son las excepciones.  No es normal encontrarse con esta posibilidad de desarrollo espiritual; en cambio, el camino que nosotros hemos indicado es seguro y está abierto a todos.   Tampoco es absolutamente imposible adquirir por ejemplo nociones de química por medios excepcionales.  Por supuesto, pero si uno quiere llegar a convertirse en un químico no tiene más remedio que transitar la ruta común y verificada.
   Se cometería un gran error, de graves consecuencias, si se pensara que se puede alcanzar la meta más fácilmente contentándose con representarse, con imaginar la semilla o la planta.  Procediendo de esta manera, se puede también obtener un resultado, pero con menos seguridad que mediante al método señalado.  En la mayoría de los casos, la visión que se obtenga no será más que una especie de espejismo de la imaginación, y será preciso esperar a que se transforme en una visión verdaderamente espiritual.  Porque lo esencial es no inventarse para sí mismo, a la medida del propio capricho, percepciones nuevas, sino de dejar a la realidad que las cree en sí.  La verdad debe brotar de las profundidades de mi alma, ciertamente, pero no es a mi yo ordinario al que le corresponde representar el papel de mago que extrae esta verdad de la nada.  Los mismos seres, cuya realidad espiritual yo quiero contemplar, son los que deben cumplir la función de este mago.
   Si, mediante esta disciplina, se ha hecho nacer en sí los rudimentos de la percepción espiritual, se podrá llegar a conseguir elevarse hasta la contemplación del ser humano mismo, eligiendo de él, en primer lugar, las manifestaciones más sencillas de la vida humana.
   Pero, antes de llegar a esto, es necesario trabajar enérgicamente en la completa purificación del propio ser moral.  Hay que vencer, apartar de sí toda tentación de utilizar para el provecho personal el conocimiento así adquirido.  Es preciso comprometerse con uno mismo a no hacer jamás un mal uso del poder, sobre los semejantes, que se puede llegar a adquirir.  Igualmente, todos aquellos que buscan penetrar por sí mismos en los secretos de la naturaleza humana deben observar la “regla de oro” del verdadero ocultismo, una regla que se expresa del siguiente modo: “Cuando se intente dar un paso hacia delante en el conocimiento de las verdades ocultas, debe darse al mismo tiempo tres pasos en orden al perfeccionamiento del  carácter en el sentido del bien”.  El que observa esta regla puede emprender ejercicios del género del que acabamos de describir.
   Evoquen ustedes la imagen de un hombre que, un día ha observado que deseaba, que codiciaba la posesión inmediata de un objeto, y concentren su observación sobre ese deseo, sobre esa ansia posesiva.  Es preferible evocar el momento en que ese deseo alcanzaba en su más alto grado de intensidad, pero cuando todavía se podía uno preguntar si el hombre podría realmente llegar a satisfacerlo.  Y ahora entréguense todos enteros a la representación de lo que les evoca su recuerdo.  Hagan reinar en su alma una tranquilidad, una calma tan absoluta como sea posible; intentad convertiros en ciegos y sordos ante todo cuanto os rodea; vigilad atentamente para que la representación evocada os despierte un sentimiento en el alma.  Dejad que este sentimiento ascienda por vuestro ser como una nube asciende en el horizonte de un cielo perfectamente límpido.  Naturalmente, por regla general, la observación será suspendida por el hecho de que no se pueda observar durante el tiempo necesario, en su estado de deseo, al hombre sobre el que se dirige la atención.  Es preciso recomenzar cien veces, si hace falta este ejercicio, si no se obtienen resultados; pero no hay que perder la paciencia.  Finalmente, sentid cómo asciende en vuestro interior el sentimiento correspondiente al estado de ánimo de aquél a quien están observando.  Después de un cierto tiempo, advertirán que este sentimiento desarrolla en vuestra alma una fuerza que dará nacimiento a la “visión espiritual” de los estados interiores.  Verán aparecer en su campo visual una imagen que produce una impresión luminosa; esta imagen luminosa, de naturaleza espiritual, constituye la manifestación “astral” del estado del deseo observado.  También en esta ocasión podemos comparar esta imagen con una llama que experimentada como de una coloración roja amarillenta en el centro y azul rojiza o lila en su contorno.  Todo depende a continuación del tacto con que se rodeen estas visiones espirituales.  En  primer lugar, lo mejor es no hablar de ellas a nadie, salvo, eventualmente, al propio guía, si es que se tiene un guía.  Porque se intenta describir torpemente, mediante palabras, un fenómeno de este género, a menudo se puede ser presa de muy crueles desilusiones.  Porque se emplean palabras corrientes que no convienen en absoluto a semejantes temas, a cuyo respecto resultan demasiado groseras.  Por consiguiente, al intentar describir así estas experiencias, se siente uno tentado a mezclar visiones auténticas con espejismos de toda laya.
   Una vez más, se impone el discípulo, en este punto, una regla importante:  aprende a guardar silencio sobre tus visiones.  Sí, has de saber callarte incluso delante de ti mismo.  Lo que hayas visto en espíritu, no intentes ni expresarlo en palabras ni interpretarlo mediante torpes razonamientos.  Entrégate sin prejuicios a tu visión espiritual, y cuida de no turbarla con demasiadas reflexiones.  Piensa que, en efecto, tus reflexiones no estarán al principio, en modo alguno, en armonía con lo que hayas visto.  Hasta este momento, no han sido alimentadas más que por impresiones limitadas al mundo de lo físico.  Ahora bien, tus experiencias actuales superan con mucho esos límites.  No intentes pues aplicar a estas nuevas y más elevadas experiencias una medida adaptada a las antiguas.  Es necesario haber adquirido mucha firmeza y seguridad en la experiencia interior para poder hablar de ella de una forma que resulte provechosa para los demás.
   A este ejercicio, debe venir a unirse otro que lo completa.  Es preciso observar de la misma manera cómo se comporta un hombre que acaba de satisfacer uno de sus deseos, de colmar una de sus esperanzas.
   Si se observan las mismas reglas y las mismas precauciones que hemos aconsejado para el caso precedente, se accederá igualmente a una visión espiritual del fenómeno.  Se observará una forma espiritual semejante a una llama, que comunica el sentimiento de ser amarilla en el centro y verdosa en su contorno.
   Mediante una observación de este tipo, aplicada a los semejantes, se puede fácilmente caer en una falta moral grave: se puede volver uno insensible, incapacitado para el amor.  Evitar a toda costa que ocurra así.  Para llevar a cabo semejantes observaciones, es preciso haber alcanzado el punto de evolución en que se posee una certidumbre absoluta: el punto en el que los pensamientos son realidades.
   Si se está convencido de esto, ya no se debe uno permitir tener, con respecto a los demás, pensamientos que no sean conciliables con el más profundo respeto por la dignidad y la libertad humana.  La idea de que un hombre pueda convertirse para nosotros en nada más que un objeto de observación no debe poseernos un solo instante.   La educación de uno mismo debe siempre caminar pareja con la observación ocultista del ser humano.  Esta educación es la que nos permitirá afirmar sin reserva el derecho de cada hombre a ser él mismo; consideraremos el alma de otro como un santuario, inviolable por nosotros tanto en pensamiento como en sentimiento; un sentimiento de respeto sagrado nos penetra con respecto a todo fenómeno humano, inclusive cuando sólo es evocado a través del recuerdo.
   Por el momento, todavía no es posible dar aquí más que dos ejemplos de lo que se debe a la iluminación en lo concerniente la naturaleza humana; ello basta, por otra parte, para demostrar el camino por el que hay que avanzar.
   Quien pueda asegurarse ese silencio y esa calma interior que son indispensables para llevar a cabo con éxito estos ejercicios, logra ya, por esto sólo, operar una gran transformación en sí.  Y esta transformación enriquece hasta tal punto su vida interior que confiere tranquilidad y seguridad hasta en el comportamiento externo, que, a su vez, tiene su repercusión sobre el alma.
   Será así como esta persona avanzará, y como encontrará los medios de descubrir cada vez más los aspectos de la naturaleza humana que permanecen ocultos para los sentidos externos.  Y alcanzará un día la madurez requerida para sumergir su mirada hasta en aquellas relaciones misteriosas que ponen al hombre en armonía con todo cuanto existe en el universo.
   Situado en esta vía, el hombre no deja de aproximarse al momento en que va a poder dar sus primeros pasos en al iniciación.  Pero, antes de que pueda darlos, todavía es necesaria otra cosa; una cosa cuya necesidad el discípulo es posible que no comprenda hasta más tarde.  Pero llegará a comprenderla, eso es seguro.
   En efecto, lo que el candidato a la iniciación debe llevar consigo es un valor perfecto y, en una cierta medida, una ausencia total del miedo.  Por tanto, se deben buscar las ocasiones favorables para el desarrollo de estas virtudes.  Deben ser sistemáticamente cultivadas en el curso del entrenamiento oculto.  De hecho, la vida misma es una excelente escuela para esto, tal vez la mejor.  Saber mirar de frente al peligro, intentar superar las dificultades sin vacilación, de todo esto hay que ser capaz.
   Por ejemplo, frente a un peligro, él debe inmediatamente aferrarse a un sentimiento como éste: “Mi angustia no servirá para nada; tengo que liberarme de ella para concentrarme en lo que debo hacer”.  Debe llegar por este medio a un estado que le permita, frente a situaciones que antes le causaban ansiedad, sentir en lo más profundo de su ser que la ansiedad y el desánimo se han convertido para él en algo completamente imposible.  Mediante esta educación de sí mismo, el discípulo despierta en sí determinadas fuerzas de las que tiene necesidad para ser iniciado en los misterios más elevados.  De la misma manera que el hombre físico tiene necesidad de fuerza nerviosa para emplear sus sentidos físicos, el hombre psíquico tiene necesidad de una fuerza que no se desarrollaba más que en las naturalezas intrépidas y animosas.  Aquel que penetra en los misterios superiores ve un cierto número de cosas que las ilusiones de los sentidos ocultan a la visión ordinaria.  Y, precisamente, cuando los sentidos físicos nos impiden ver las verdades superiores, estas trabas constituyen un beneficio para el hombre ordinario.  Gracias a ellas, efectivamente, permanecen ocultas determinadas cosas que podrían producir perturbaciones sin límites en aquellos que, por no estar preparados, no podrían soportar su vista.
   El investigador espiritual debe volverse capaz de soportar estos espectáculos.  Pierde un cierto número de apoyos en el mundo exterior.  El era justamente deudor de estos apoyos en la ilusión sensible que le cautivaba.  Las cosas pasan literalmente como si se le señalara bruscamente a alguno un peligro al que se encontrase expuesto desde hacia mucho tiempo pero sin saberlo.  Anteriormente, no temblaba; pero, ahora que lo sabe, el miedo le sobrecoge, aunque el peligro no haya empeorado por el hecho de que se haya tomado conciencia de él.
   Las fuerzas del universo son una naturaleza que a la vez destruye y edifica; el destino de todo cuando existe exteriormente es nacer y morir.  Quien posee el conocimiento debe sumergir su mirada en el juego de las fuerzas, el movimiento de este destino.  Para esto es preciso que aparte el velo que habitualmente oscurece su visión espiritual.  Pero el hombre mismo está mezclado a la acción de estas fuerzas y de este destino.  Estas fuerzas, constructivas y destructivas, las encuentra en su propia naturaleza. Tan desnuda como se le aparezca al vidente la vida, se le aparecerá también su propia alma.  Frente a este conocimiento de sí mismo, el estudiante no debe perder sus fuerzas.  Para que no le falten, es necesario que las tenga sobreabundantemente; y a tal fin debe aprender a conservar la calma y la tranquilidad interiores en las circunstancias más difíciles de la vida.  Debe edificar en sí mismo una confianza inconmovible en las fuerzas positivas, buenas, de la existencia, y tomar la determinación de perder un cierto número de impulsos que hasta entonces le hacían actuar.  Se da cuenta de que a menudo ha pensado y actuado por pura ignorancia y que los móviles que antes le impulsaban en adelante le faltan.
   Por ejemplo: a menudo ha actuado por vanidad y por amor propio; ahora constata que ni la vanidad ni el amor propio tienen ningún valor para el que sabe.   A menudo ha actuado por codicia y ambición y ahora constata que tal tipo de deseos y motivaciones causan verdaderos estragos.  Necesitará pues de nuevos móviles para sus acciones, para sus pensamientos, y es en estos momentos cuando deben intervenir el valor y la ausencia total del miedo.
   Principalmente conviene cultivar este valor y esta intrepidez en lo más profundo de la vida de los pensamientos.  Nunca un fracaso debe arrastrar al desánimo.  Cada vez, debe recurrir a este pensamiento: “Olvidaré que a menudo he fracasado ya en esta empresa y voy a recomenzar mi tentativa como si nunca lo hubiese intentado hasta ahora”.   De este modo, adquiere la convicción de que la fuente de la que puede sacar fuerzas es inagotable en el universo.  Aspira al mundo espiritual que está dispuesto a ayudarle, a sostenerle, tan pronto como se haya revelado a sí mismo la debilidad de su ser terreno.  Se vuelve capaz de encaminarse hacia el porvenir y no se deja turbar en su marcha hacia delante por el recuerdo de ninguna experiencia del pasado.
   Si alguno posee, hasta cierto grado, las cualidades que acabamos de describir, es señal de que está maduro para entender los verdaderos nombres de las cosas que constituyen la clave del conocimiento superior.  Porque la iniciación consiste en conocer las cosas del universo por el nombre que ellas tienen en el espíritu de sus divinos autores.  En estos nombres residen los misterios de las cosas.  Si los iniciados hablan una lengua distinta a la de los profanos es porque pueden dar a los seres el apelativo que sirvió para crearlos.
   Nuestro próximo capítulo tratará de la iniciación misma, en la medida, naturalmente, en que esto es posible.



*- Si se objetase por alguien que, al examen microscópico, el objeto real llega a distinguirse de la imitación, con ellos se demostraría solamente que no se ha comprendido el verdadero objetivo de estos ejercicios; lo esencial no es tanto el objeto real, sensible, que se tiene ante sí, cuanto el impulso de desarrollar a partir de él las fuerzas latentes en el alma y en el espíritu.

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